🧠💣 Entre balas, silencios y lealtad: la historia oculta de Teté Puebla
Hablar de Teté Puebla es adentrarse en una zona prohibida de la historia cubana, un territorio donde la lealtad, el poder y el silencio se entrelazan de forma casi asfixiante.

Durante más de cuatro décadas, fue una de las mujeres más cercanas a Fidel Castro, no desde el discurso político ni la imagen pública, sino desde el lugar más delicado y peligroso: su seguridad personal.
Mientras el mundo debatía sobre atentados, conspiraciones y amenazas constantes contra el líder cubano, Teté se movía sin protagonismo, sin micrófonos, sin aplausos, cumpliendo una función que exigía absoluta discreción y una entrega total.
No era solo una guardaespaldas, era parte de un círculo tan reducido que prácticamente no existía para la historia oficial.
Su presencia rompía con todos los estereotipos: mujer, en un entorno dominado por hombres armados, y con una cercanía al poder que pocos podían imaginar.
Durante años, acompañó a Fidel en actos públicos, viajes, recorridos interminables y jornadas maratónicas, siempre atenta, siempre alerta, siempre invisible.
La elección de Teté no fue casualidad, porque Fidel desconfiaba incluso de sus más cercanos, y quienes accedían a protegerlo debían demostrar una lealtad absoluta, casi ideológica.
Teté no solo cuidaba el cuerpo del líder, también protegía su rutina, sus manías, sus silencios y sus momentos de vulnerabilidad.
Esa cercanía le permitió ver un Fidel que jamás apareció en televisión: cansado, irritable, obsesivo con la seguridad y profundamente consciente de que su vida pendía de un hilo.
El precio de ocupar ese lugar fue alto, porque implicaba renunciar a una vida propia visible.
Teté desapareció del relato público para convertirse en una extensión del poder que custodiaba.
No concedía entrevistas, no daba declaraciones y su nombre rara vez aparecía en documentos oficiales.

Esa invisibilidad era parte de su función: cuanto menos se supiera de ella, más segura estaba la figura que protegía.
Durante esos cuarenta años, sobrevivió a rumores de atentados, cambios de escenario, amenazas internas y externas, y a la presión constante de cometer un solo error que podía costarle no solo el puesto, sino la vida.
La figura de Teté Puebla incomoda porque rompe con la narrativa simplificada del poder masculino en la Revolución Cubana.
Su presencia demuestra que el aparato de seguridad no era solo una estructura militar, sino también una red de confianza personalísima, donde el género importaba menos que la lealtad comprobada.
Sin embargo, esa cercanía no significaba poder real para decidir, sino una responsabilidad absoluta sin margen de error.
Teté estaba ahí para obedecer, proteger y callar.
El silencio fue su mayor arma y su condena.
Mientras otros acumulaban reconocimiento, ella acumulaba secretos.
Vio entrar y salir a figuras clave del régimen, presenció tensiones internas, cambios de humor, paranoias y decisiones tomadas bajo presión extrema.
Todo eso quedó guardado, porque hablar nunca fue una opción.
El mito de Fidel como líder indestructible se sostenía también sobre personas como ella, que absorbían el riesgo y la amenaza cotidiana sin dejar rastro.
Con el paso del tiempo, Teté se convirtió en parte del paisaje del poder, tan constante que dejó de ser notada incluso por quienes la veían a diario.
Esa normalización de su presencia es quizás lo más revelador: estuvo tanto tiempo ahí que el mundo dejó de preguntarse quién era.
Cuando finalmente se alejó de ese círculo, no hubo despedidas públicas ni reconocimientos visibles.
Su salida fue tan silenciosa como su permanencia.
Cuarenta años después, su nombre empieza a emerger como una sombra que obliga a repensar cómo se construye la historia oficial.
Teté Puebla no fue una heroína celebrada ni una villana señalada, fue una pieza esencial de un sistema que necesitaba guardianes sin voz.
Su historia plantea preguntas incómodas sobre el costo humano de la lealtad absoluta y sobre cuántas vidas quedan atrapadas en los márgenes del poder sin dejar huella.
Porque mientras Fidel hablaba durante horas frente a multitudes, alguien vigilaba cada movimiento, cada gesto, cada amenaza potencial.
Esa alguien fue Teté.
Y que haya permanecido desconocida durante tanto tiempo no es un accidente, es una decisión.
Una decisión que dice mucho sobre cómo funcionan los regímenes que se sostienen en el control, el secreto y la disciplina.
Hoy, al mencionar su nombre, no se trata de glorificar ni de condenar, sino de reconocer que la historia también está hecha de figuras que no eligieron ser visibles.
Teté Puebla fue la guardaespaldas de Fidel Castro durante cuarenta años, y en ese tiempo aprendió la lección más dura del poder: para protegerlo, hay que desaparecer.