La trágica muerte del icónico cantante dominicano Ruby Pérez ha sacudido profundamente a la República Dominicana y al mundo de la música latina.
Considerado uno de los grandes exponentes del merengue, su partida no solo representa una pérdida artística irreparable, sino también un duro golpe al corazón cultural del país.
La noche del 7 de abril, que prometía ser una velada de alegría, ritmo y celebración, se convirtió en un escenario de caos, dolor y muerte.
La discoteca Jetset, ubicada en Santo Domingo, fue el centro de una de las peores tragedias en la historia reciente del espectáculo dominicano.
Todo comenzó con gran entusiasmo semanas antes del evento.
Las redes sociales de la discoteca anunciaban con orgullo el regreso de Ruby Pérez a su escenario, invitando a los fanáticos a vivir una noche mágica junto al artista que, durante décadas, hizo bailar a generaciones con su voz potente y su estilo inconfundible.
El anuncio tuvo un eco inmediato.
Los boletos se vendieron con rapidez; 2,000 pesos dominicanos para el área general y 2,500 para la sección VIP.
Las entradas se agotaron en cuestión de días, lo que ya anunciaba un lleno total.
Los medios hablaban del evento como un homenaje en vida al artista, una oportunidad para reencontrarse con su legado musical.
Sin embargo, detrás del entusiasmo popular, se escondía una cruda realidad.
La discoteca Jetset había sufrido un incendio un año antes, en 2023, que dañó seriamente su estructura.
A pesar del siniestro, los dueños del establecimiento optaron por hacer reparaciones superficiales sin realizar una demolición total ni un proceso riguroso de reconstrucción.
Arquitectos y expertos en seguridad habían advertido sobre el riesgo de continuar usando el lugar en esas condiciones.
Las plantas eléctricas, instaladas en el techo de la estructura debilitada, generaban fuertes vibraciones cada fin de semana, comprometiendo aún más la integridad del edificio.
Las señales de advertencia estaban ahí, pero fueron ignoradas por quienes debían velar por la seguridad de cientos de personas.
La mañana del evento transcurrió sin incidentes, aunque en el vecindario se comenzaron a escuchar rumores.
Vecinos preocupados hablaban de ruidos extraños provenientes del edificio y de un olor a material quemado que volvía a manifestarse en ciertos momentos.
Algunos llegaron a alertar a las autoridades, pero no hubo respuesta.
No se envió ningún inspector, ninguna patrulla.
La actividad se desarrolló como si nada anómalo ocurriera.
Ruby Pérez llegó al lugar alrededor de las 4 de la tarde.
Como siempre, fue amable con sus fanáticos y con el personal de producción.
Compartió sonrisas, saludos, abrazos, y se notaba emocionado por volver a cantar en una sala que tantas veces había aclamado su nombre.
Se preparó con dedicación, afinando detalles con sus músicos y repasando el repertorio que esa noche deleitaría a los asistentes.
Nadie sospechaba que esa sería su última presentación.
A las 8 de la noche se abrieron las puertas de la discoteca.
El flujo de personas fue constante y ordenado. En poco tiempo, el lugar estaba lleno.
La música comenzó a sonar, los tragos a servirse, y el ambiente se llenó de risas, baile y expectativa.
Era una noche dominicana como tantas otras: viva, colorida, cargada de energía.
Sin embargo, algunas personas comenzaron a notar que caían pequeñas partículas de polvo desde el techo.
Algunos incluso sintieron vibraciones leves en el suelo, pero nadie le dio demasiada importancia.
Estaban allí para disfrutar, para rendir tributo a su ídolo.
Cuando el reloj marcó la medianoche, Ruby Pérez hizo su entrada triunfal al escenario.
El público lo recibió con vítores y aplausos ensordecedores.
Él, con su carisma habitual, tomó el micrófono y comenzó a cantar.
Pero apenas habían transcurrido unos minutos cuando un crujido más fuerte que los anteriores detuvo la música.
En un instante, parte del techo colapsó con un estruendo devastador, cayendo sobre el público.
La confusión fue total. Los gritos, la desesperación, el caos se apoderaron del recinto.
El derrumbe causó una catástrofe sin precedentes.
Ruby Pérez falleció en el lugar, junto con al menos 58 personas más, según informes preliminares.
Cientos resultaron heridas.
Las imágenes que comenzaron a circular en redes sociales eran impactantes: cuerpos atrapados entre los escombros, familiares desesperados buscando noticias, socorristas intentando rescatar a sobrevivientes en medio de una nube de polvo y escombros.
Las labores de rescate fueron arduas y dolorosas, dificultadas por la oscuridad, la destrucción y el colapso de las comunicaciones.
La noticia se propagó con rapidez y sumió al país en un luto profundo.
Las estaciones de radio y televisión interrumpieron su programación habitual para dar cobertura a la tragedia.
Las redes sociales se llenaron de mensajes de incredulidad, tristeza y rabia.
El presidente Luis Abinader decretó tres días de duelo nacional y prometió una investigación exhaustiva para determinar responsabilidades.
Más allá de la tragedia humana, la muerte de Ruby Pérez dejó un vacío inmenso en la música dominicana.
Conocido por éxitos como Cobarde Cobarde y Volveré, su voz fue emblema de un género que llevó la identidad dominicana al mundo.
Su legado va más allá de sus canciones: era un símbolo de perseverancia, de talento auténtico, de una época dorada del merengue que sigue viva en la memoria colectiva.
Esta tragedia ha puesto sobre la mesa la urgente necesidad de tomar en serio las advertencias estructurales y de garantizar condiciones mínimas de seguridad en espacios públicos.
La pérdida de Ruby Pérez no solo nos deja sin uno de nuestros grandes artistas, sino que también nos obliga a reflexionar como sociedad sobre la responsabilidad compartida en la prevención de desastres.
La figura de Ruby vivirá en sus canciones, en los corazones de sus admiradores, y en cada paso de baile que recuerde su ritmo contagioso.
Su muerte no será en vano si como país se toman medidas para que una tragedia así no vuelva a repetirse.
Porque Ruby no solo era un artista: era parte del alma dominicana, y su partida nos duele a todos.
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