
El relato bíblico es claro.
En Josué 8:30–35 se afirma que, tras entrar en la tierra prometida, Josué edificó un altar al Señor en el Monte Ebal, tal como Moisés había ordenado.
No debía ser un altar monumental ni adornado.
No debía glorificar al hombre.
Debía construirse con piedras sin labrar, sin herramientas de hierro, en obediencia estricta a la ley.
Allí, entre el Monte Ebal —la montaña de la maldición— y el Monte Gerizim —la montaña de la bendición—, el pueblo de Israel escuchó en voz alta las bendiciones y maldiciones del pacto.
Durante décadas, muchos académicos sostuvieron que este episodio era simbólico, una invención literaria posterior.
Pero la montaña guardó silencio… hasta 1980.
Ese año, el arqueólogo israelí Adam Zertal, de la Universidad de Haifa, realizaba un reconocimiento de rutina en el Monte Ebal.
No buscaba altares bíblicos ni pruebas religiosas.
Era, de hecho, escéptico.
Sin embargo, en la ladera norte encontró un extraño amontonamiento de piedras.
Al excavar, emergió una estructura rectangular de aproximadamente 9 por 7 metros.
No era una casa.
No era una torre.
En su interior apareció algo inesperado: una rampa, no escaleras, que conducía a una plataforma elevada.
Luego aparecieron los huesos.
Más de mil fragmentos, todos quemados, todos pertenecientes a animales considerados “kosher” según la ley bíblica: ovejas, cabras, bovinos jóvenes.
No había restos de cerdo.
No había señales de consumo doméstico.
No había viviendas, ni herramientas, ni tumbas.
Solo ceniza, sacrificio y silencio.
La cerámica hallada era sencilla, hecha a mano, típica de la Edad de Hierro temprana, fechada alrededor del año 1200 A.C.
, exactamente el periodo en el que la Biblia sitúa la entrada de Israel en Canaán.
Zertal pasó cinco años analizando los datos antes de atreverse a formular una hipótesis prudente: podría tratarse del altar descrito en el libro de Josué.
No lo proclamó con arrogancia.
Lo escribió con cautela.

Aun así, la reacción académica fue fría.
Algunos lo ignoraron.
Otros lo descartaron por “demasiado bíblico”.
El sitio fue relegado al margen del debate.
Décadas después, la tecnología regresó al Monte Ebal.
Escáneres LiDAR, modelados 3D y análisis de suelo confirmaron lo que Zertal había observado con métodos tradicionales.
Las piedras no estaban talladas.
No había marcas de herramientas metálicas, en perfecta concordancia con Éxodo 20:25.
La rampa cumplía la prohibición de subir por escalones establecida en Éxodo 20:26.
Todo en la estructura hablaba de obediencia estricta a la ley mosaica.
En 2019, el Dr.
Scott Stripling y su equipo reconstruyeron digitalmente el altar.
Su conclusión fue contundente: la estructura cumple todos los criterios bíblicos.
No es un templo cananeo.
No es un asentamiento.
Es un altar ritual levantado para un propósito único y luego abandonado.
Pero el hallazgo más explosivo aún estaba por revelarse.
En 2022, al reexaminar los escombros descartados de la excavación original, el equipo de Stripling encontró un pequeño objeto de plomo doblado, de apenas dos centímetros.
No tenía escritura visible.
Fue enviado a Europa para ser analizado con tomografía de rayos X.
El resultado dejó a muchos sin palabras.
En su interior aparecieron inscripciones en escritura protosinaítica, una de las formas alfabéticas más antiguas conocidas.
Las palabras decían, repetidas tres veces: “Maldito”.
Y el nombre divino, YHWH, aparecía grabado en el metal.

El texto aludía directamente a las maldiciones proclamadas en Deuteronomio 27, precisamente las que debían anunciarse en el Monte Ebal.
Si la datación se confirma, esta tablilla podría contener la mención escrita más antigua del nombre de Dios jamás encontrada en Israel.
El impacto fue inmediato.
Para algunos eruditos, esto desafía la idea de que Israel era analfabeto en ese periodo.
Para otros, pone en crisis la visión minimalista que considera los relatos bíblicos como construcciones tardías sin base histórica.
Sin embargo, la reacción dominante fue el silencio.
No una refutación sólida, sino una incomodidad palpable.
El Monte Ebal sigue hablando también por lo que no muestra.
No hay rastros de idolatría.
No hay restos de otros dioses.
No hay vida cotidiana.
Todo apunta a un lugar construido, usado y abandonado con intención ritual.
Un acto de pacto grabado en la tierra.
Si este altar es auténtico, no solo confirma un episodio bíblico.
Sugiere que los primeros israelitas eran un pueblo distinto desde el inicio: monoteísta, ritualista, alfabetizado y consciente de un pacto con un solo Dios.
No una evolución lenta desde el paganismo, sino una identidad definida desde su origen.
Tal vez por eso este hallazgo incomoda tanto.
Porque si las piedras confirman la Escritura, entonces la discusión ya no es solo arqueológica.
Es existencial.
¿Qué hacemos cuando la tierra misma respalda un texto que muchos creían mito?
El Monte Ebal permanece allí, silencioso, golpeado por el viento.
No predica.
No convence.
Simplemente existe.
Y a veces, eso es suficiente para que la historia vuelva a hablar.