“Entre tequila y rencor: los enemigos ocultos del gran José Alfredo Jiménez salen a la luz”
Era 1973, y México contenía la respiración.
José Alfredo Jiménez, el hombre que había puesto en palabras el dolor del alma mexicana, estaba muriendo.
El hígado no resistía más; los años de bohemia y excesos pasaban factura.
Pero lo que más pesaba no era el deterioro del cuerpo, sino la carga del silencio.
Los más cercanos sabían que el compositor guardaba secretos.
Amores imposibles, decepciones, envidias del medio artístico.
Y en los últimos días, decidió vaciar el alma.
En una noche que muchos aún recuerdan como “la última serenata”, pidió hablar con algunos de sus amigos más fieles, entre ellos músicos, periodistas y viejos compañeros de cantina.
No quería homenajes, ni lágrimas, sino verdad.
“Hay cosas que deben saberse antes de que me las lleve el viento”, dijo entre pausas y tragos de agua, como si cada palabra fuera un peso que debía soltar.
Lo que reveló esa noche, según quienes estuvieron presentes, fue una lista de nombres.
Seis artistas que él consideraba sus grandes decepciones.
No porque le hubieran ganado fama o público, sino porque —en sus palabras— “le fallaron como hombres y como compañeros de camino”.
Algunos de esos nombres pertenecían a figuras consagradas, otros a voces emergentes que, con el tiempo, se convirtieron en leyendas.
No los mencionó con odio, sino con un tono que mezclaba tristeza, orgullo y una pizca de ironía.
“No hay peor traición que la de quien te brinda un trago y después te clava un cuchillo”, dijo con esa voz rasposa que el país entero conocía.
Entre las supuestas confesiones, relató que uno de esos cantantes lo había engañado apropiándose de una canción que él escribió en una noche de desvelo, una pieza que terminó en otro disco, sin su firma, sin su historia.
Otro, dijo, lo humilló públicamente en un evento donde lo llamó “borracho y acabado”.
“No me dolió que lo dijera”, confesó, “me dolió que todos lo aplaudieran”.
También mencionó a un artista más joven, al que ayudó a abrirse camino y que, una vez alcanzada la fama, fingió no conocerlo.
“Lo vi pasar frente a mí y agachar la cabeza”, relató con una sonrisa amarga.
“Yo lo saludé igual, porque uno no deja de ser caballero por el desprecio de los demás.
” Sus allegados aseguran que aquella noche, entre suspiros y silencios largos, José Alfredo se detuvo varias veces.
Parecía dudar si debía continuar.
Luego miró a los presentes y soltó una frase que quedó grabada: “La envidia en la música es más dura que la pobreza.
Y a veces mata más rápido.
” Lo que más impactó fue su serenidad.
No hablaba con rabia, sino con una especie de paz melancólica.
Parecía que por fin se había liberado de un peso que cargó durante años.
Uno de los testigos afirmó que, antes de dormir esa noche, el compositor le pidió que nunca revelara los nombres, “porque el público no necesita saber de odios, sino de canciones”.
Pero el rumor, inevitablemente, se filtró.
Décadas después, algunos periodistas e historiadores musicales se dedicaron a reconstruir aquella lista perdida.
Los nombres que circulan son leyendas del mismo calibre que él: contemporáneos con quienes compartió escenarios, estudios y fiestas interminables.
Sin embargo, ninguno de ellos jamás confirmó ni negó esa supuesta enemistad.
Tal vez por respeto, tal vez por miedo a enfrentarse al fantasma del ídolo que, incluso muerto, seguía siendo más grande que todos.
Lo cierto es que José Alfredo Jiménez fue un hombre de extremos: amaba con intensidad, cantaba con el alma y, cuando lo herían, lo hacía con el mismo fuego con el que escribió “El Rey”.
Los que lo conocieron aseguran que detrás de esa imagen de macho bravío había una sensibilidad brutal, una fragilidad que lo hacía vulnerable ante la deslealtad.
“Era noble, pero no tonto”, dijo alguna vez Chavela Vargas, una de las pocas personas que lo entendió de verdad.
“Y cuando alguien lo traicionaba, no se le olvidaba nunca.
” En los meses posteriores a su muerte, los rumores sobre “los seis cantantes odiados” se convirtieron en parte del mito.
Algunos aseguraban tener grabaciones inéditas donde el propio José Alfredo hablaba de ellos; otros decían que dejó una carta, escrita a mano, que su familia destruyó por respeto.
Nadie lo sabe con certeza.
Pero lo que sí se sabe es que en sus últimas horas, el compositor no guardaba rencor.
Solo memoria.
“No los odio”, dijo con voz débil.
“Solo les deseo que encuentren la verdad en su música, como yo la encontré en la mía.
” Luego sonrió, pidió que le pusieran una guitarra cerca y murmuró una de sus frases más recordadas: “Ya me cansé de aguantar… ahora que se encargue Dios.
” Esa fue su última despedida, entre notas de mariachi y la certeza de que su legado sobreviviría a cualquier traición.
Hoy, medio siglo después, los nombres de esos seis cantantes siguen siendo un misterio, pero su historia se repite en los pasillos del folclore mexicano como una leyenda prohibida.
Porque al final, José Alfredo no solo cantó al amor y al desamor: también cantó a la verdad.
Y aunque nunca reveló abiertamente los nombres, dejó claro que, incluso entre los aplausos y las luces, el alma del artista siempre sabe quién fue amigo… y quién fue traidor.