🩸📜 No fue el enemigo externo: la batalla secreta que enfrentó a Raúl y al Che

😱🕶️ Dos leales, un solo trono: el choque oculto que partió la revolución por dentro

Ernesto “Che” Guevara y Raúl Castro compartieron trincheras, riesgo y una victoria que los colocó en el corazón del poder.

Sin embargo, desde el inicio, representaron dos modelos opuestos de revolución.

El Che era el ideólogo radical, internacionalista, obsesionado con la pureza del proyecto y con la expansión armada como destino inevitable.

Raúl, en cambio, era el organizador silencioso, pragmático, alineado con estructuras de control y con una visión de poder más estable, más institucional.

Esa diferencia no era menor.

Era explosiva.

Mientras el Che hablaba de crear “dos, tres, muchos Vietnam”, Raúl construía un aparato de seguridad que miraba hacia Moscú, no hacia la selva.

Uno soñaba con incendiar el continente; el otro, con blindar la isla.

La revolución, que en los discursos parecía una sola, en la práctica comenzaba a partirse en dos caminos incompatibles.

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Y Fidel, el árbitro absoluto, jugaba a equilibrar esas fuerzas… hasta que dejó de hacerlo.

El Che incomodaba.

No solo por su discurso incendiario, sino por su autoridad moral.

Era el héroe romántico, el rostro admirado en todo el mundo, el revolucionario incorruptible que denunciaba privilegios y burocracia incluso dentro del propio gobierno.

Para Raúl, eso era una amenaza.

No personal, sino estructural.

Un poder carismático sin control es siempre un riesgo para quien construye el poder desde el orden y la disciplina.

Los choques nunca fueron públicos, pero sí constantes.

Cubadebate

En reuniones clave, el Che cuestionaba la dependencia de la Unión Soviética, criticaba el rumbo económico y denunciaba lo que consideraba una traición al espíritu original.

Raúl, respaldado por sectores militares y de inteligencia, veía en esas posturas un peligro real para la supervivencia del régimen.

La revolución ya no estaba en la montaña; estaba en el Estado.

Y el Che no parecía dispuesto a aceptarlo.

La tensión llegó a un punto crítico cuando el Che fue progresivamente desplazado de los centros de decisión.

Sus apariciones públicas se redujeron, su voz comenzó a desaparecer de los discursos oficiales.

No fue una purga visible, fue algo más sutil y efectivo: el aislamiento.

Raúl consolidaba su control sobre las fuerzas armadas y la seguridad interna, mientras el Che era empujado hacia misiones externas, cada vez más lejanas y más riesgosas.

Aquí es donde la historia se vuelve incómoda.

Fidel Castro y su relación con el Che Guevara - LA NACION

La salida del Che de Cuba fue presentada como un acto voluntario, heroico, casi místico.

El guerrillero que deja el poder para seguir luchando por los oprimidos del mundo.

Pero detrás de esa narrativa épica, muchos ven una solución política.

Sacar al Che del tablero interno sin convertirlo en mártir.

Alejarlo sin enfrentarlo abiertamente.

Una jugada fría, eficaz y profundamente calculada.

Raúl no necesitaba que el Che muriera, necesitaba que no estuviera.

Y Bolivia ofrecía el escenario perfecto: lejos, aislado, sin apoyo real.

El internacionalismo romántico chocó contra una realidad brutal.

La guerrilla fracasó, el Che quedó solo, y su muerte cerró definitivamente el conflicto interno sin necesidad de juicios ni rupturas públicas.

Tras la muerte del Che, el poder en Cuba se reordenó con una claridad inquietante.

Raúl emergió como el segundo indiscutido, el garante de la continuidad, el hombre del aparato.

La revolución dejó atrás la fase romántica y abrazó la supervivencia como prioridad.

El discurso se volvió más rígido, más defensivo, más controlado.

El Che, convertido en ícono muerto, ya no podía cuestionar nada.

Durante años, cualquier insinuación de conflicto entre ambos fue descartada como propaganda enemiga.

La versión oficial insistió en la unidad absoluta, en la hermandad revolucionaria.

Pero los silencios dicen tanto como las palabras.

La ausencia del Che en los momentos clave, la rapidez con la que su figura fue mitificada pero políticamente neutralizada, y la consolidación del poder militar bajo Raúl cuentan otra historia.

No se trató de una pelea personal ni de una traición abierta.

Fue algo más frío y más común en la historia del poder: una incompatibilidad de visiones.

El Che representaba una revolución eterna, sin concesiones ni fronteras.

Raúl representaba un Estado que debía durar, aunque eso implicara renunciar a sueños fundacionales.

En esa ecuación, solo uno podía imponerse.

La “guerra secreta” entre el hermano de Fidel y el Che no dejó documentos firmados ni declaraciones incendiarias.

Dejó consecuencias.

Dejó un proyecto revolucionario transformado, un mito convenientemente domesticado y un poder concentrado en manos de quienes entendieron que gobernar no es lo mismo que rebelarse.

Cincuenta años después, la figura del Che sigue siendo celebrada en camisetas, murales y consignas.

La de Raúl, en cambio, se asocia al control, a la continuidad, al aparato.

Ambos son hijos de la misma revolución, pero de revoluciones distintas.

Una murió joven, glorificada.

La otra envejeció en el poder, cuestionada.

La verdad que nadie quiso contar es que la mayor amenaza para la revolución no vino del exterior, sino de sus propias contradicciones internas.

Y en ese choque silencioso, el Che y Raúl encarnaron dos destinos opuestos.

No hubo un disparo entre ellos.

No hizo falta.

La historia decidió por ambos.

Porque en las revoluciones, como en el poder, no siempre gana el más puro.

Gana el que entiende cómo sobrevivir.

Y esa, quizá, sea la revelación más incómoda de todas.

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