Durante décadas, Manuel Ojeda fue uno de esos rostros que el público mexicano amaba temer.

En la pantalla encarnó con una intensidad poco común a villanos, militares, políticos autoritarios y figuras históricas como Porfirio Díaz o Emiliano Zapata, personajes que exigían presencia, fuerza y una mirada capaz de imponer respeto.
Sin embargo, detrás de esa imagen imponente existía un hombre profundamente reservado, marcado por una infancia dura, una timidez extrema y una vida personal que siempre procuró mantener lejos del escándalo.
Su historia es la de un actor que llegó lejos sin atajos, pagando cada paso con sacrificio, disciplina y una perseverancia inquebrantable.
Manuel Ojeda nació en Baja California Sur, en el seno de una familia numerosa y compleja.
Sus padres se conocieron trabajando en una hacienda de la sierra de Dolores, en el municipio de Comondú.
Ella provenía de una larga tradición de pescadores, hombres y mujeres acostumbrados a la dureza del mar, mientras que su padre tenía raíces agrícolas.
La unión de ambos mundos dio origen a una familia trabajadora, pero inestable.
El padre de Manuel fue notoriamente infiel y llegó a tener hijos con varias mujeres, incluso durante el matrimonio.
Algunas versiones apuntan a que pudo haber tenido más de veinte hijos en total.
Esta situación terminó por fracturar la relación, y cuando Manuel tenía alrededor de diez años, su madre decidió separarse.

La separación marcó profundamente al pequeño Manuel, aunque su madre nunca fomentó el rencor.
Al contrario, les enseñó a él y a sus hermanos a reconocer a todos sus medios hermanos como familia, sin importar quién fuera su madre.
Aquella lección de unidad y respeto lo acompañó toda la vida.
Sin embargo, la ausencia paterna y las carencias económicas obligaron a Manuel a madurar demasiado pronto.
Desde niño combinó la escuela con trabajos informales para ayudar a sostener el hogar.
Las mañanas eran de estudio, las tardes de trabajo, y el tiempo libre casi inexistente.
En ese contexto austero, no había espacio para soñar con el arte.
Baja California Sur no ofrecía teatros ni una industria cinematográfica, pero aun así Manuel sentía una atracción profunda por el cine.
Amaba las películas y se preguntaba cómo sería la vida de quienes aparecían en la pantalla.
Era un niño tímido, retraído, que prefería la soledad.
Pasaba horas frente al mar, imaginando futuros distintos.
Con restos de madera, piedras y conchas marinas, construía casas y autos en la arena, creando mundos enteros en silencio.
Aquella creatividad era su refugio frente a la soledad y la inseguridad.

Su madre, sin embargo, era clara y firme: soñar no pagaba las cuentas.
Le insistía en que debía concentrarse en el trabajo y la escuela.
Manuel la escuchó y asumió su responsabilidad.
Consiguió empleo como mensajero en el palacio municipal y más tarde fue ascendido a cajero.
Aunque el trabajo le daba cierta estabilidad, la inquietud interior no desaparecía.
Sabía que su destino estaba en otro lugar.
El momento decisivo llegó cuando una compañía de teatro itinerante visitó su pueblo.
Al principio, la culpa y la falta de dinero lo alejaron del teatro, pero un día reunió el valor para entrar.
Al cruzar la puerta y ver el escenario, tuvo una certeza absoluta: ese era su mundo.
Desde entonces, ahorró cada peso que pudo para volver una y otra vez.
Memorizó diálogos, movimientos y ritmos de la obra hasta que el elenco comenzó a reconocerlo.
El destino intervino una noche en la que un actor enfermó y la compañía necesitaba un reemplazo urgente.
Señalaron a Manuel, el muchacho silencioso que conocía la obra de memoria.
Sin experiencia ni formación, y con un miedo paralizante, aceptó subir al escenario.
Aquella noche marcó el inicio de su vida como actor.
Tras la función, el actor Ignacio del Río lo felicitó y le dio un consejo decisivo: si quería dedicarse a la actuación, necesitaba preparación formal.
Manuel soñaba con estudiar en la Ciudad de México, pero no tenía recursos.
Aun así, no se rindió.
Gracias a un antiguo conocido del ayuntamiento, logró obtener una beca gubernamental de 300 pesos mensuales.
Con ese apoyo, a los 18 años, tomó un autobús rumbo a la capital, dejando atrás a su madre y su tierra con una maleta cargada más de sueños que de certezas.
La Ciudad de México fue dura.
Al principio, Manuel eligió un camino práctico y estudió contabilidad, luego derecho.
La actuación seguía llamándolo, pero cuando intentó formarse en la Academia Andrés Soler se sintió decepcionado por el ambiente elitista y los altos costos.
Abandonó la escuela y más tarde ingresó al Instituto Nacional de Bellas Artes, donde finalmente encontró su lugar.
Allí comenzó a liberarse de la timidez que lo había acompañado desde niño, rodeado de una generación de actores talentosos.

Las dificultades económicas, sin embargo, persistían.
La beca no alcanzaba y el trabajo estable no llegaba.
Frustrado, regresó a Baja California Sur, convencido de haber fracasado.
Pero el deseo de actuar era más fuerte.
Volvió a la capital y, gracias a una serie de coincidencias, obtuvo su primera gran oportunidad en el cine.
Tras varios tropiezos y decepciones, su verdadero debut llegó con “Canoa”, dirigida por Felipe Cazals.
Esa película cambió su vida.
A partir de entonces, Ojeda se convirtió en uno de los actores más sólidos del cine mexicano, participando en obras intensas y socialmente comprometidas como “El apando” y “Las Poquianchis”, que le valieron nominaciones al Ariel.
Su carrera creció sin pausa.
Aunque nunca se sintió cómodo en el cine comercial, supo equilibrar los proyectos alimenticios con aquellos que lo retaban como actor.
Llegó incluso a trabajar en producciones internacionales, pero rechazó mudarse a Hollywood para no alejarse de sus hijos ni quedar encasillado.
Prefirió construir una carrera basada en el talento y la coherencia personal.
En televisión, se convirtió en uno de los actores más solicitados, especialmente bajo la tutela del productor Ernesto Alonso, consolidándose como una figura respetada y constante.

En lo personal, Manuel Ojeda siempre fue discreto.
Rechazó el escándalo y protegió su vida privada con firmeza.
Tuvo una hija, Rosa Elena, a quien mantuvo alejada del ojo público durante años.
En sus últimos días, ella estuvo a su lado, acompañándolo hasta el final.
A pesar de cuidar su salud durante gran parte de su vida, la edad y la inactividad forzada por la pandemia deterioraron su estado físico.
Un daño severo en el hígado terminó por debilitarlo.
El 11 de agosto de 2022, Manuel Ojeda falleció a los 81 años.
Dejaba atrás una carrera de casi cinco décadas, más de 300 películas, alrededor de 50 telenovelas y un legado incuestionable.
Su vida es la prueba de que el talento y la perseverancia pueden imponerse a la pobreza, la inseguridad y las dudas.
Aquel niño tímido al que le dijeron que el cine no era para él, terminó convirtiéndose en uno de los actores más respetados y duraderos de México.