La imagen de un hombre sentado en una silla de madera, inmovilizado por gruesas correas y con electrodos presionando su cráneo y su espalda, ha quedado grabada en la memoria colectiva como uno de los símbolos más estremecedores de la justicia estadounidense.

Aunque en pleno siglo XXI parece un método arcaico e impensado, la silla eléctrica formó parte esencial del sistema penal durante más de un siglo.
Su última utilización ocurrió el 20 de febrero de 2020, cuando Nicholas Sutton, un recluso del estado de Tennessee, eligió voluntariamente morir electrocutado en lugar de recibir la inyección letal.
Su decisión reavivó un debate que parecía archivado y obligó a mirar hacia atrás en la historia violenta, polémica y contradictoria de este método de ejecución.
Nicholas Todd Sutton nació en 1961 en un entorno marcado por el abandono y la violencia.
Su madre lo dejó siendo un niño, y su padre, adicto y golpeador, lo introdujo en una dinámica familiar caótica que moldeó su vida adulta.
El joven Sutton cayó muy pronto en el consumo de drogas y en pequeños delitos que escalaron sin control.
A los 18 años cometió su primer asesinato: ahogó a su abuela en un río de Tennessee.
El cuerpo fue arrojado atado a un bloque de cemento, pero la policía no tardó en descubrir la verdad.
Tras ser condenado a cadena perpetua, sorprendió a las autoridades confesando dos homicidios adicionales: los de Charles Almon y su amigo de la infancia John Large.
Ya en prisión, lejos de rehabilitarse, se vio envuelto en la muerte de Carl Estep, un recluso con el que tenía rivalidades vinculadas al tráfico de drogas.
Junto a otros internos, Sutton lo apuñaló 38 veces.
Ese crimen dentro de la cárcel finalmente lo llevó a recibir la pena de muerte en 1986.

Su historia podría haber terminado allí, pero la controversia continuó durante décadas.
Sutton alegó haber encontrado consuelo y transformación en la fe cristiana.
Se convirtió en un preso colaborador: cuidaba a reclusos enfermos, ayudaba a funcionarios penitenciarios y trataba de vivir de manera ejemplar.
Incluso algunos guardias firmaron cartas a su favor durante sus solicitudes de clemencia.
Sin embargo, el gobernador Bill Lee rechazó cualquier posibilidad de conmutar su sentencia.
Lo único que Sutton conservó hasta el final fue el derecho a elegir cómo morir.
Y, contra toda expectativa, escogió un método que casi nadie utilizaba ya: la silla eléctrica.
Para comprender esa decisión debemos retroceder a los orígenes de este aparato siniestro.
La silla eléctrica surgió a fines del siglo XIX en un clima de avances científicos y tensiones comerciales.
Thomas Edison y Nikola Tesla protagonizaban la llamada “Guerra de las Corrientes”, un enfrentamiento entre la corriente continua y la alterna que definiría el futuro de la energía eléctrica.

Edison trató de desacreditar la corriente alterna, utilizada por Tesla, electrocutando animales en demostraciones públicas.
Aquellos experimentos captaron la atención de Alfred Southwick, un odontólogo de Nueva York que, tras presenciar la muerte instantánea de un hombre electrocutado accidentalmente, imaginó que la electricidad podía ser una forma “más humana” de ejecutar a condenados.
Su idea terminó por convencer a las autoridades del estado de Nueva York, que en 1888 aprobaron la electrocución como método oficial de pena capital.
El primer ajusticiado fue William Kemmler en 1890, un vendedor ambulante que había asesinado brutalmente a su esposa.
Le ofrecieron elegir entre la horca y la nueva silla eléctrica, y prefirió esta última creyendo que le aseguraría una muerte rápida.
Pero la ejecución fue un desastre: la primera descarga no logró matarlo y, tras varios minutos de horror, los técnicos aplicaron una segunda que carbonizó parcialmente su cuerpo.
Los testigos huyeron horrorizados y la prensa calificó el evento como una atrocidad peor que el ahorcamiento.
Pese a la indignación, el estado declaró que el procedimiento había sido “técnicamente exitoso”, y la silla eléctrica se expandió por Estados Unidos.
Durante el siglo XX, miles de presos murieron electrocutados. Algunas figuras se volvieron célebres por sus crímenes y su paso por la silla.
Entre ellos estuvieron Bruno Hauptmann, acusado del secuestro y asesinato del hijo del aviador Charles Lindbergh; o los anarquistas Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, cuya ejecución en 1927 generó protestas mundiales debido a las dudas sobre el juicio.
También la mafia tuvo representación: Louis “Lepke” Buchalter murió electrocutado en 1944.
Y uno de los casos más recordados es el del asesino serial Ted Bundy, ajusticiado en 1989 ante el rechazo internacional por sus crímenes brutales.
Pero la electrocución nunca estuvo exenta de fallos.
En 1946, el caso de Willie Francis estremeció al país: sobrevivió a una ejecución fallida debido a que un guardia borracho instaló mal el equipo.
Aunque Francis apeló ante la Corte Suprema, fue enviado nuevamente a la silla un año más tarde.
Más adelante, en 1990, Jesse Tafero ardió en llamas debido a una esponja mal colocada, lo que desató un nuevo ciclo de indignación pública.
Estos episodios alimentaban las acusaciones de crueldad, desigualdad racial y brutalidad estatal.
A partir de los años setenta, tras el caso “Furman v.Georgia”, la pena de muerte fue temporalmente declarada inconstitucional y la silla eléctrica perdió protagonismo frente a métodos considerados más eficientes y menos dolorosos, como la inyección letal.
En el siglo XXI su uso se volvió excepcional. Hacia 2013, prácticamente ningún estado estadounidense la empleaba como primera opción.
Sin embargo, algunos prisioneros aún podían elegirla, especialmente en Tennessee, donde la ley permitía optar por ella si el condenado así lo deseaba.
Eso nos lleva al día final de Nicholas Sutton. El 20 de febrero de 2020, en la prisión de máxima seguridad de Riverbend, se despertó temprano.
Tras despedirse de familiares, abogados y líderes religiosos, comió pollo frito, papas y pastel de durazno como última cena.
A las 19:00 fue conducido a la cámara de ejecución, donde la histórica “Old Smokey”, como llaman a la silla eléctrica en Tennessee, lo esperaba.
Frente a testigos y con una serenidad sorprendente, Sutton agradeció a quienes lo acompañaron en sus últimos años.
A las 19:25 recibió una única descarga que lo mató casi al instante, sin fallas ni signos visibles de sufrimiento.
Un minuto después, fue declarado muerto.
Su ejecución generó titulares en todo el mundo.
Para muchos, representó el cierre simbólico de una era marcada por debates éticos, fallos trágicos y cuestionamientos sobre el verdadero significado de justicia.
Para otros, no fue más que un recordatorio de que la pena capital sigue siendo un dilema vigente en múltiples países.
Desde 1889 hasta hoy, más de 4.300 personas han muerto en sillas eléctricas en Estados Unidos.
Detrás de cada número hay historias de violencia, desigualdad, racismo, defensa insuficiente y fallos humanos que muestran que, aunque la tecnología avance, las preguntas esenciales sobre la justicia permanecen intactas.
La silla eléctrica, convertida ya en pieza de museo y símbolo cinematográfico, sigue encendiendo debates.
Su historia, hecha de ciencia, horror, política y moral, continúa recordándonos que ninguna sociedad puede escapar a la difícil pregunta que la vio nacer: ¿es posible matar sin cometer una injusticia?