🔥 Los Alegres del Barranco provocan al gobierno, glorifican narcos en concierto y desatan tormenta imparable
Todo comenzó con una noche de música regional, un auditorio lleno y un ambiente que prometía ser inolvidable.
Y lo fue, pero no por las razones correctas.
En pleno escenario del auditorio Telmex, Los Alegres del Barranco no solo cantaron corridos, sino que encendieron una mecha que terminó por explotar en la cara de la industria musical mexicana.
Las pantallas del recinto no mostraron paisajes ni efectos visuales típicos: proyectaron el rostro de un personaje conocido tanto por su fama como por su prontuario.
Un rostro que no pertenece al mundo del entretenimiento sino al mundo del terror y la ilegalidad.
El público, lejos de sorprenderse, aplaudió con entusiasmo.
La ovación dejó en claro que sabían perfectamente a quién se le rendía tributo.
Lo que para algunos fue un gesto de rebeldía, para las autoridades fue apología del delito.
El gobernador de Jalisco, Pablo Lemus, reaccionó de inmediato con una denuncia pública y legal.
“Esto no debe pasar, ni aquí ni en ningún otro lugar del estado”, sentenció.
Pero ya había pasado.
Y lo peor: volvería a pasar.
José Pabel Moreno, acordeonista y segunda voz del grupo, en lugar de ofrecer disculpas o moderarse, celebró el escándalo en redes sociales.
Subió videos burlándose, agradeció los memes y festejó su aparición en la mañanera del presidente como si fuera una medalla, no una alerta.
La actitud fue percibida como una burla por gran parte del público y las autoridades.
Mientras tanto, el Departamento de Estado de Estados Unidos no esperó ni 48 horas: canceló las visas de trabajo y turismo de los cuatro integrantes de la banda.
Un castigo fulminante.
Lejos de recular, el grupo redobló la apuesta.
En su siguiente concierto, en Uruapan, proyectaron imágenes similares, como si quisieran provocar a las autoridades.
En vez de aprender del escándalo, lo convirtieron en parte del show.
La respuesta fue inmediata: sanciones, cancelaciones de fechas, amenazas legales y la apertura de investigaciones penales por parte de la Fiscalía Estatal y autoridades municipales.
El auditorio Telmex trató de lavarse las manos diciendo que no eran responsables del contenido visual proyectado por los artistas.
Zapopan no lo aceptó.
Aplicaron una multa ejemplar y anunciaron una denuncia penal por alterar la moral pública y hacer apología del delito.
El mensaje era claro: la libertad artística no puede ser excusa para glorificar a criminales.
Mientras tanto, el debate ardía en redes.
Algunos defendían al grupo con el argumento de la “libertad de expresión”.
Otros, muchos más, lo veían como una traición a la memoria de un país que sangra todos los días por culpa de los mismos personajes que ellos homenajeaban.
La música dejó de ser solo entretenimiento y se convirtió en arma cultural.
Y el grupo, en vez de moderarse, siguió provocando.
En entrevistas y transmisiones en vivo, Pabel Moreno seguía sonriendo, bromeando, jugando con fuego mientras ardía el escándalo.
El golpe más duro vino del país vecino.
Estados Unidos no solo les canceló las visas, sino que envió un mensaje al resto de la industria: glorificar a narcotraficantes no será tolerado, ni en conciertos ni en plataformas digitales.
A la par, promotores, festivales y empresarios comenzaron a cancelar contratos.
Las fechas confirmadas se cayeron como fichas de dominó.
La industria no quería mancharse.
Incluso grupos que compartieron escenario con ellos emitieron comunicados desmarcándose.
Pero quizás lo más grave fue el juicio del público.
En redes, miles de seguidores que alguna vez los admiraron comenzaron a expresar vergüenza, decepción y rechazo.
Frases como “Se me cayeron”, “Los admiraba, pero ya no” y “Esto no es arte, es provocación” se multiplicaban.
Lo que antes era respeto ahora era ruido.
Y no del bueno.
Las consecuencias legales continuaron escalando.
Se habló de posibles sanciones penales, clausuras definitivas de espacios donde repitieran esa conducta, y la posibilidad de que su carrera internacional se congelara por años.
En un país donde la violencia no es metáfora sino realidad, proyectar el rostro de un criminal buscado en plena función no es solo un error: es una bofetada.
El grupo intentó defenderse diciendo que ellos no controlaban las imágenes.
Una excusa que nadie creyó.
¿Cómo no saber lo que se proyecta en tu propio concierto? ¿Cómo cantar letras tan específicas mientras aparecen rostros tan reconocibles y no hacerte responsable? La respuesta fue evidente para todos: no era un
accidente, era un acto deliberado.
Y mientras sus números en plataformas aumentaban —impulsados por el morbo— su reputación se desplomaba.
Las listas de reproducción dejaron de incluirlos, las estaciones de radio redujeron su presencia, y los festivales comenzaron a tachar su nombre de las programaciones.
En medio del escándalo, los rumores sobre intentos del grupo para recuperar sus visas comenzaron a circular.
Pero en diplomacia, lo que se borra con tinta cuesta años limpiar.
Haber sido vetados por glorificar la violencia no es algo que se resuelve con una canción romántica.
Es un estigma que puede marcar el fin de su proyección internacional.
Lo más triste no fue el acto en sí, sino la actitud.
La falta de arrepentimiento, la arrogancia con la que enfrentaron las críticas, la burla en redes, la insistencia en repetir el mismo patrón.
No hubo disculpa, no hubo mea culpa, solo silencio irónico y provocación.
El país, herido por la violencia, ya no tolera que se glorifique al verdugo en nombre del arte.
El escenario ya no es solo una tarima: es una responsabilidad.
Y Los Alegres del Barranco eligieron el camino más corto hacia la infamia.
La pregunta ahora no es si cruzaron la línea.
La pregunta es si alguna vez podrán volver de ese lado.
Porque la música puede sanar o puede sangrar.
Y esta vez, sangró.